Fuegos de verano, juegos de verano
Antes del fuego lento, dame incendio. Que es verano, jolines.
Hay noches que huelen a pólvora, a mar y a ganas de empezar otra vez.
Sant Joan es eso. Una excusa para encender algo por fuera mientras algo se agita por dentro.
El curso acaba.
El verano empieza.
Reseteo emocional.
En Catalunya encendemos hogueras, saltamos el fuego, pedimos deseos. Quemamos lo viejo —aunque a veces no queramos admitir qué es eso viejo que aún no queremos soltar— y brindamos por lo que viene.
Por lo nuevo.
Por lo que (nos) prenderá.
Y yo, que también soy ritual y también soy fuego, celebro que ha empezado el verano. Que los días se estiran, que las terrazas se llenan, que las pieles se descubren y las conversaciones se alargan hasta que la luna dice “ya basta, recoged, que yo también me voy”.
Pero este año, mientras miraba hipnotizada cómo las llamas devoraban los muebles viejos, sentí que el incendio pendiente no estaba fuera, estaba en mí.
Y no hablo de una chispa.
Las chispas son bonitas, sí. Saltan, brillan, te hacen sonreír. Pero se apagan rápido.
La hoguera me lo susurró, entre petardos y brasas:
este verano… pirómana emocional.
Sí, soy.
¿Y qué necesita una buena pirómana —además de un bombero buenorro—?
Un incendio épico.
Uno que me sacuda el cuerpo entero y me haga sudar alegría,
hasta que los pies pidan tregua y la piel —descarada— pida bis.
Uno de esos que lo arrasa todo, pero no desde el drama: desde la vida.
Desde las ganas.
Desde el deseo de compartirlo todo y que no dé miedo hacerlo.
Quiero que me ardan las ganas.
Que me tiemblen los planes.
Que alguien me mire como si acabara de encender algo que llevaba tiempo apagado.
Y no, no quiero quedarme atrapada en las llamas.
Ni aunque el bombero buenorro venga al rescate con sirena y sin camiseta.
No quiero vivir en alerta permanente,
ni depender de un extintor emocional cada vez que algo se descontrole.
Quiero que, cuando el incendio ya haya dicho todo lo que tenía que decir, se convierta en brasero.
Uno de esos que no queman, pero calientan en invierno.
Porque los inviernos llegan. Y los cuerpos —y los ritmos— se adaptan.
Pero la piel es la piel… y la piel siempre necesita calor.
Y cuando haya tenido mi incendio, me apetecerá ese calor manso donde puedes sentarte a calentar las manos, contarte el día,
y compartir silencios que no incomodan.
Un fuego que no haga daño.
Pero que siga haciendo hogar.
La imagen es bonita, apetecible.
Pero, ahora, no me basta.
Ahora, no me sacude.
No me recuerda que estoy viva.
No huele a días largos, a noches cortas.
No huele a playa, a sal, a sudor.
Ir al brasero sin pasar por el incendio, puede estar bien. Pero no es para mí.
Yo quiero incendiarme primero para saber qué cenizas valen la pena guardar.
Porque sí:
las chispas están bien.
Pero yo quiero más.
Es verano, jolines.
No quiero fuego lento… todavía.
Primero quiero la pirotecnia.
La que te deja sin aliento.
La que te quema los labios de tanto beso.
La que hace que el corazón bombee ritmo y las ganas pidan pista.
Quiero marcha.
Chispa.
Fuego.
Quemarme.
Asarme.
Hipnotizarme con las llamas.
Bailar sobre el fuego.
Danzar con las brasas.
Volar en cohete pirotécnico hasta la luna.
Y más allá.
Quiero piel.
Piel.
Piel.
Y luego… ya veremos.